Aproximación biográfica

El caso de Miguel Hernández puede calificarse de singular por múltiples razones. La primera de ellas es el contraste que se advierte al comparar su modesta extracción social y su precaria formación cultural con la de sus coetáneos, ya sean los del grupo poético del 27, ya se trate de los autores incluidos en la llamada generación del 36. La nómina de ambas corrientes la constituyen, en su mayoría, escritores de origen burgués, acomodado, que gozan de un nivel de estudios elevado, cuando no de una sólida preparación universitaria. De igual modo, llama la atención la actitud inconformista y rebelde de un Hernández que, en una primera etapa, arremete contra su condición rural y humilde, aspira a superar su contexto original con el propósito de formar parte del universo de la cultura y de alcanzar la dignidad de escritor, de poeta, que cree merecer. Se trata de una aparente voluntad de desclasamiento que, paradójicamente, convive, en dura disyuntiva, con el hecho vital e inherente de no distanciarse de la naturaleza que lo define, de un hábitat (hombre y paisaje) que le resulta necesario.

La vida y la producción literaria de Miguel Hernández podrían entenderse, pues, como un viaje de ida y vuelta: por un lado, como un intento infatigable de alejamiento de esa estampa de pastor pueblerino que busca el reconocimiento y el prestigio social y literario; y, por otro, una vez arrancado de su entorno e inmerso en otra realidad (la cultura urbana, la influencia de nuevas amistades, la experiencia de las Misiones Pedagógicas), como una toma de conciencia que le reconcilia con su origen y que cataliza sus aspiraciones humanas y poéticas, desde una actitud profundamente solidaria, hacia gentes de su misma condición.

Parece claro que la procedencia física de Hernández no se puede limitar a la pura anécdota geográfica. La tierra que lo vio nacer adquiere absoluta prioridad y alcanza consecuencias tan determinantes que se hace difícil entender su obra y su actitud, su discurso y su carácter sin tener en cuenta este origen, el entorno al que dedicó, sin ninguna interrupción, dos tercios de su vida. A ello cabe añadir el factor humano, los seres que más arraigo alcanzaron en el corazón del poeta en ese tiempo; entre ellos, su propia madre, a quien no se cansará de evocar y retratar en poemas, textos y cartas encarnando la ternura, la resignación y el sacrificio. No en vano, y una vez definido el compromiso ideológico de Miguel en favor de los humildes, en plena contienda civil, será ella quien ocupe su pensamiento en textos como «Compañera de nuestros días», de claros tintes autobiográficos: 

Tengo muchos motivos para pegar martillazos contra los culpables de la tristeza de las campesinas de España: mi madre ha sido, es una de las víctimas del régimen esclavizador de la criatura femenina. Enferma, agotada, empequeñecida por los grandes trabajos, las grandes privaciones y las injusticias grandes, ella me hace exigir y procurar con todas mis fuerzas una justicia, una alegría, una vida nueva para la mujer1. 

Más allá del nacimiento de Hernández en la población alicantina de Orihuela el 30 de octubre de 1910, cabe recordar el oficio de cabrero del padre y el contacto íntimo con la naturaleza que experimentó el poeta desde niño. Todo ello le iba a proporcionar un conocimiento profundo de la vida elemental que, unido a su inteligencia y a su espíritu despierto e intuitivo, dejaría en él un sustrato de tal calado que resulta imposible entender su obra sin prestar cuidado a esta primitiva enseñanza. Esta fue, sin duda, su primera escuela de vida: “Los animales, las plantas, el espectáculo de las estaciones que se suceden en la soledad de los campos y los montes […] conocimiento de la vida natural y de la vida en su sustancia elemental –agua, cielo, tierra, árboles, hierba; fecundaciones, nacimientos y muertes– que se hizo en él muy despierto y permanente2». 

El colegio fue otro pilar en la formación del poeta. En las Escuelas del Ave María para niños pobres permaneció hasta los 12 años. Es cierto que faltaba a clase con relativa frecuencia ya que las faenas de pastoreo, de limpieza del establo, le obligaban a ausentarse más de lo que el niño hubiera querido, pero ello no impidió que en el curso 1923-1924 ingresara en el prestigioso Colegio Santo Domingo, de los Padres Jesuitas, donde comenzó el bachiller. Pese a la rigidez de los educadores y la tenaz obsesión católica que había detrás de cada una de las disciplinas, Miguel desarrolló un enorme amor a los libros, amplió su deseo de saber y reforzó su talento con numerosas distinciones, premios y dignidades.

La decisión paterna de sacarlo del colegio antes de cumplir los quince años fue traumática para Hernández, pero a esa edad y en contra del divulgado tópico que lo encuadra en un rotundo autodidactismo sin más matices, conviene recordar que el poeta tuvo un periplo escolar bastante más amplio del que se le ha venido atribuyendo. Diez años de escolarización, teniendo en cuenta los lapsos y las obligadas ausencias, son mucho tiempo de instrucción educativa para un niño de las características sociales de Miguel. 

A los catorce años, por tanto, Hernández comienza en solitario una dura y penosa andadura que tratará de sobrellevar dignamente para complacer la voluntad paterna, aunque, en el fondo, no se resignará nunca a ese destino que se le imponía de forma brutal.

En ese tiempo, sólo los libros redimirán al muchacho de sus duras labores. Y en medio de esas lecturas precarias y de cierta desorientación, fueron apareciendo los primeros balbuceos de un adolescente que, sin mayores ambiciones, quería poner en el papel los más sencillos acontecimientos de su vida, el dato sensorial, visual o acústico que llegaba a sus sentidos. Eran los primeros tanteos, el choque primitivo entre su instinto creador y el mundo que por ley le correspondía. «Toda su obra –afirma Concha Zardoya– no es más que la transfiguración poética de ásperas, fuertes y tremendas realidades3»

Se podría afirmar que, hacia mediados de 1926, Miguel estaba plenamente convencido de su vocación. Entre 1925, fecha en que abandona los estudios en Santo Domingo, y 1929, su aventura literaria fue una carrera de fondo que disputaba prácticamente en solitario.

Será hacia 1930 cuando entable nuevas y decisivas amistades. Carlos Fenoll fue, en cierto modo, el primero en apreciar su talento. El joven panadero, aficionado a la poesía, le introducirá en los ambientes populares de Orihuela. Miguel salía así de su soledad y comenzaba una etapa de intercambios, de proyectos, de transformaciones decisivas que no hicieron sino allanarle el camino hacia el importante giro que, a la vuelta de unos años, habría de dar a su producción poética. En este sentido, la amistad con José Marín Gutiérrez, más conocido como Ramón Sijé, adquiere un valor esencial y una trascendencia de consecuencias enormes en el pensamiento y en la obra de aquel Hernández joven y vulnerable aún a tantas cosas. Sijé se iba a convertir en su orientador más directo, no sólo en cuestiones literarias sino ideológicas, pasando a ser incluso su ascendiente cultural y espiritual.

Miguel se movería, a partir de 1931, en el entorno afectivo de Sijé y el del canónigo Luis Almarcha, teñido de catolicismo reaccionario. Era muy temprano aún para que Hernández reaccionara ante aquella religiosidad inherente y cotidiana o ante el determinismo de quienes le condenaban al pintoresco estatus de «pastor poeta”. A ello hay que sumar su vulnerabilidad, su crisis personal en un tiempo en el que luchaba denodadamente por salir de su arrastrada condición de cabrero y ambicionaba una posición social de escritor que sólo alguien como Ramón, tan bien relacionado y tan introducido en los medios editoriales católicos, únicos posibles en el ámbito en que ambos se movían, podía hacer realidad. No ha de resultar extraño, pues, que para llevar a término tales proyectos Miguel acabara oponiendo escasa resistencia a las ideas ultraconservadoras de su compañero del alma y se dejase influir hasta extremos de negarse a sí mismo y firmar una obra en la que, transcurridos unos años, ni se acepta ni se reconoce. 

La idea de viajar a Madrid se convirtió en prioridad a finales de 1931. El poeta necesitaba conocer los ambientes literarios y probar suerte, hallar incluso una colocación en la capital. No cabía la resignación y sólo regía el propósito de sustituir su condición de pastor por la de hombre de cultura. 

El Madrid que conoció aquel mes de diciembre de 1931 era entonces un hervidero político, económico y cultural que acaparaba toda clase de voluntades y ambiciones. Llegó a la capital ocho meses después de ser proclamada la Segunda República y todavía se percibía ese flameo de banderas, ese aire plagado de fervores. Uno de sus primeros contactos fue Ernesto Giménez Caballero, al director de El Robinsón Literario, que le trató como a un pintoresco personaje provinciano. Visitó sin fortuna a Concha de Albornoz, hija del entonces ministro de Gracia y Justicia, y fue entrevistado por el periodista Francisco Martínez Corbalán para la revista Estampa, desde donde pidió para Miguel una ayuda oficial, ya fuera de la Diputación de Alicante o del Ayuntamiento de Orihuela.

Lo cierto es que nada le resultó favorable en esa primera aventura madrileña que duró cerca de seis meses. No obstante, pese a tantas tribulaciones y tantas razones para el desánimo, Miguel no dejó de escribir. Es precisamente en ese tiempo, llevado por una búsqueda insaciable de la forma, de una voz personal que le identifique y le rescate del coro de la mediocridad, cuando produce más poesía que nunca. Al hacer balance, descubre que esos meses en Madrid le habían sido de gran utilidad; entre otras cosas, para reconocer lo desfasada que estaba su poesía juvenil. 

Tras su vuelta a Orihuela, Miguel se dedicó intensamente a escribir, a leer, a meditar sobre su futuro. Sijé se había marchado aquel verano de 1932 al Campamento Universitario de Sierra Espuña que organiza la FUE, y esa ausencia condujo al poeta a un periodo de melancolía y aislamiento del que también sacó un considerable provecho: un libro de titulado Perito en lunas, obra que vio la luz el 20 de enero de 1933. Se trataba de un poemario complejo, enigmático y audaz en el que, sin embargo, se advertía un sello propio, ya que en ese forzoso empeño de afirmación culta subyacía lo más auténtico de Hernández: su lealtad al entorno que le vio nacer y a su contexto vital. Los versos, las octavas de Perito en lunas conectaban directamente con su vida más cercana, con su tierra, su paisaje, con las palpitaciones de su mundo cotidiano y humilde. Y ésta será una constante en su producción, puesto que su afinidad con lo cercano hará que trasforme cualquier asunto genérico, incluso trillado, en un tema renovado e imbuido de su genuina personalidad

El libro, como es sabido, pasó inadvertido y no contribuyó a reparar ninguna de las dificultades que apremiaban al poeta. Y lo más doloroso del asunto es que pocos críticos supieron ver en Perito en lunas uno de los poemarios más crípticos (complejo, hiperculto y hermético) de la poesía española y un ejemplo dignísimo de la mejor poesía pura del momento. 

Al poeta le dolió la incomprensión y el silencio. Quizá por ello acudió a Federico García Lorca, a quien había conocido en casa del editor y escritor murciano Raimundo de los Reyes en enero de 1933. A él le dirige una carta el 10 de mayo de 1933 manifestando su pesadumbre y la incertidumbre que le acosa. También buscó consuelo en Juan Guerrero Ruiz, secretario entonces del Ayuntamiento de Alicante, a quien trasmite su deseo de salir de Orihuela y de encontrar una actividad que le aleje de la dependencia familiar. Su obra, sin embargo, no se resintió ante la indiferencia. En ella se afianzaba, cada vez más, lo popular y lo culto, y en esas coordenadas se moverá la producción poética y dramática de Hernández durante los años 1933 y 1934, cuyos rasgos se pueden constatar en los poemas que recogió bajo el título de El silbo vulnerado. Todavía en la onda formal de su primer poemario, esta nueva recopilación no era otra cosa que una muestra de poesía religiosa que bebía en las fuentes de San Juan de la Cruz, en la lírica primitiva de Lorca y Alberti y en la aguda visión adoctrinadora de Sijé. Miguel había amoldado su potencial creador a los patrones ideológicos de su compañero paisano. Carente aún de contenidos con los que identificarse de manera genuina, Hernández defendía en sus versos las tesis sijeanas de su ideario católico y reaccionario, ejercía una especie de apostolado poético y defendía valores probablemente ajenos a su esencia y condición.

No obstante, pese a esa aparente docilidad, había también en la obra de ese periodo un prurito de energía panteísta y carnal que muchas veces se asomaba con desconcierto a esas prosas y a esos versos de sesgo religioso. No cabe duda de que su voz había encontrado una horma espiritual, pero también que su vitalismo pagano empujaba, pugnaba y rompía hasta salir en sus composiciones con una fuerza difícil de aplacar. 

Con esos parámetros, y bajo el aliento de José Marín, realizó en 1934 una composición dramática de carácter alegórico que, ciñéndose a la definición tradicional del auto, insistía en la exaltación eucarística y en el fenómeno de la Comunión con Dios. Con esa pieza, Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras, Miguel descubría lo útil que resultaba disponer de un sólido soporte ideológico para trazar una obra sistemática y coherente. Era una etapa en que su conciencia política estaba poco menos que atrofiada o dormida. Sin embargo, aunque la pieza carecía de trasfondo social, la gran aportación de Miguel al género iba a ser su descarado laicismo, la superación de esos antecedentes barrocos en favor de una humanización de la simbología teológica, la dotación a esos personajes arquetípicos de una humana elasticidad que les permita dudar ante su destino y el soberano protagonismo que concedía a la sensualidad y a la naturaleza dentro de una concepción panteísta capaz de revestir de sensualidad mediterránea la manifestación más religiosa. Consagrarse en mito literario de esos amigos —Ramón Sijé y su consejero Luis Almarcha— al acometer una obra de temática religiosa le garantizaba admiración y respeto en un tiempo en el que el precio de sus ideas estaba muy por debajo de su autoestima literaria.

Así lo vio José Bergamín, director de la revista Cruz y Raya, quien en marzo de 1934 le recibió en Madrid, comprometiéndose a publicar el auto sacramental. En esa segunda visita a la capital, el poeta ya debió advertir la enorme distancia que separaba a Sijé del propio Bergamín, dos intelectuales católicos que, sin embargo, coincidían muy poco en sus pretensiones. 

En julio de ese mismo año, Hernández viajaba de nuevo a la Corte, ampliaba su radio de amistades y conocía a María Zambrano, con quien llegaría a entablar una productiva relación literaria y humana. No es nada peregrino apuntar aquí por dónde pudieron ir las conversaciones entre ambos, ya que la joven filósofa, enrolada desde hacía un año en las Misiones Pedagógicas, había recorrido los pueblos de España y publicado al respecto artículos tan elocuentes como «Nostalgia de la tierra», donde vierte, en su último párrafo, afirmaciones tan panteístas como la siguiente: 

…Pero el hombre está, vive, sobre la tierra. En ciertas épocas se olvida de ella, quiere olvidar esta condición inexorable de su existencia; estar sobre la tierra en tratos con un mundo sensible del que no puede evadirse, tal vez por ventura. Cuando todo ha fallado, cuando todas aquellas realidades firmes que sostenían su vida han sido disueltas en su conciencia, se han convertido en estados de alma, la nostalgia de la tierra le avisa de que aún existe algo que no se niega a sostenerle.4       

Tras aquel tercer viaje a la capital y en solo tres meses (de agosto a octubre de 1934), Miguel redactó su segunda obra dramática, El torero más valiente, y realizó nuevos poemas de El silbo vulnerado que fueron publicados en las páginas de la revista católica dirigida por Sijé El Gallo Crisis, cumpliendo a la perfección la labor exhortativa y religiosa que le encomendaban sus más cercanos amigos. Allí figuraban composiciones como «ECLIPSE-celestial», «PROFECÍA-sobre el campesino», «A María Santísima» y «LA MORADA-amarilla», poema que dedicó a María Zambrano.

A finales de 1934, Miguel albergaba, sin embargo, una seria preocupación. En su cruce de misivas con José Bergamín, había recibido un severo correctivo de su editor al manifestar éste que la revista de Sijé, El Gallo Crisis, no era de su gusto, ya que estaba llena de un catolicismo reaccionario y destructivo que poco tenía que ver con el que promulgaba Cruz y Raya. Son varios los toques que Hernández había percibido al respecto, primero de María Zambrano, con esa sutileza suya de amiga verdadera, y después las palabras de Bergamín, claras pero hirientes, a las que respondería el poeta: «¡Qué rabioso tiene, querido amigo, a nuestro Sijé con los juicios de nuestra revista!5 » 

Nos hallamos, si resulta admisible delimitar en tiempo y espacio el punto de inflexión ideológica del poeta, en los últimos días de su militancia neocatólica y conservadora, ya que sólo unas semanas más tarde, cuando emprenda su cuarto viaje a Madrid, el poco tiempo que permanezca en la capital habrá de ser decisivo en su proceso de transformación hacia un pensamiento completamente opuesto al ascetismo cristiano, hacia una toma de conciencia política bastante más coherente con sus orígenes humildes. 

El 1 de diciembre de 1934 Hernández se encontraba otra vez en Madrid. Sabemos que visitó a Bergamín y conoció a Luis Rosales, quien le animó a cultivar una poesía que fuera auténtica alabanza de aldea. Afianzó su relación con Pablo Neruda, a quien había conocido meses antes en la redacción de Cruz y Raya. También contactó, por mediación de María Zambrano, con Enrique Azcoaga, embarcado por esas fechas en una frenética actividad cultural al frente de las Misiones Pedagógicas. Pero quizá uno de los sucesos más significativos de ese nuevo viaje a la capital fue su providencial encuentro con el pintor Benjamín Palencia y, posteriormente, con el resto de artistas de la llamada Escuela de Vallecas: Alberto Sánchez, Maruja Mallo, Miguel Prieto, Souto, Rodríguez Luna y Eduardo Vicente. 

En síntesis, las relaciones que Hernández entabló en esas semanas de permanencia en Madrid iban a servir de semillero para la posterior metamorfosis del poeta. El hecho es que, tras su regreso a Orihuela, y durante dos intensos meses (de finales de diciembre a primeros de febrero de 1935), no cesó de escribir a sus nuevos amigos. Tal y como Rosales le aconsejó, Miguel andaba ya ocupado en la composición poética «El silbo de afirmación en la aldea»: «Ya estoy elaborando mi poema sobre la ciudad que me sugeriste feliz y sencillamente. Quiero que sea lo mejor6». Entes de acabar el año envía una carta a Benjamín Palencia en la que se puede apreciar lo cerca que se hallaba Miguel de la estética del grupo de Vallecas: «Estoy acabando de terminar un libro lírico, El silbo vulnerado […] un libro como tú me pedías, de pájaros, corderos, piedras, cardos, aires y almendros […]. Como tú, estoy lleno de la emoción y la vida inmensa de todas esas cosas de Dios: pájaro, cardo, piedra… por mi trato diario con ellas de toda la vida7» 

El 4 de enero de 1935 recibía el poeta una carta de Neruda digna de mención. En ella dejaba perfectamente demostrado su interés por el poeta de Orihuela y le comunicaba su sincero parecer sobre la revista que dirigía Ramón Sijé: 

…Querido Miguel, siento decirle que no me gusta El Gallo Crisis, le hallo demasiado olor a iglesia ahogado en incienso. Qué pesado se pone el mundo, por un lado los poetas comunistas por el otro los católicos y por suerte en medio Miguel Hernández hablando de ruiseñores y cabras! Ya haremos revista aquí, querido pastor, y grandes cosas. Hay esto, me quedo en Madrid en definitiva, donde le espero queriéndole mucho.

El tono afable y el afecto de Neruda fueron armas suficientemente poderosas para provocar en Miguel una inmediata reflexión sobre el catolicismo que profesaba y los poemas que venía publicando en El Gallo Crisis. Lo que parece claro es que Hernández había encontrado en el chileno el ser que estaba esperando para salir de Orihuela; prueba de ello es que se lanzó sin demora a sus brazos y tomó muy en serio la invitación que este le hacía de colaborar con él en el proyecto de su nueva revista: Caballo Verde para la Poesía

Pocos días después escribía a Bergamín para comunicarle, por primera vez, sus discrepancias con la revista de Sijé: 

Ya me explico lo de su posición con respecto a la revista nuestra: ve en ella –¿no?– catolicismo exacerbado, intransigente, resultante de la soledad y el carácter de Sijé, que la escribe. Yo no le diré nunca nada, porque se irritaría… […] Fíjese: mi ambición única es ganar un poco para tener un cachico de campo que cultivar y un mendrugo diario que comer en compaña. He nacido para estar por el aire y gastar esos tragos de Dios siempre. Yo estaría ahí. Me colocaría en Madrid el tiempo justo para hacer una cantidad pequeña y venirme y comprar un sitio que tiene escogido mi contemplación por estas tierras únicas.8

Miguel llegó a Madrid en febrero de 1935 y tras tomar el pulso a la capital se unió al grupo de artistas, escritores y músicos que llevaba a cabo las llamadas Misiones Pedagógicas. La experiencia de viajar durante los meses de marzo y mayo de 1935 por tierras de Castilla la Vieja, de Andalucía y de La Mancha iba a servir de mucho a Hernández, que encontró en esa tarea la esencia misma de lo que había en él, el populismo estético, la experiencia solidaria que le permitía, a la vez, palpar de la manera más directa la realidad de su país y transmitir, con recitales y lecturas, el conocimiento de la poesía. Hernández no sólo estaba conectando con el espíritu pedagógico y rural de esas Misiones, sino que hallaba al mismo tiempo en ellas la esencia y las primeras respuestas a ese conflicto ideológico que había empezado a desatarse en su interior; un conflicto que, antes de resolverse con una toma de postura radical y comprometida en lo social y político, tuvo como puente y transición la figura de Pablo Neruda y un referente de marcado contenido agreste y estético: la Escuela de Vallecas.

Hasta que Miguel no conoce a Palencia y, sobre todo, al escultor Alberto Sánchez, sus prejuicios acerca de esa ruralidad que arrastraba su propia obra podían ser tantos como su lucha por ajustarse a la vanguardia artística de esos poetas urbanos que acaparaban la atención literaria de los años treinta. Lo que él consideraba hasta entonces un defecto de origen, ese olor a dehesa que destilaban su presencia y sus escritos, encontraba en el grupo de Vallecas el refuerzo y la plena aprobación, la reafirmación y el ejemplo de que ese componente esencial que le definía no debía desterrarlo de sus versos. 

Benjamín Palencia fue el primero en abrirle los ojos a esa realidad que estaba dentro de él y que debía sacar sin constreñirla, libremente. También el intercambio artístico y afectivo con la pintora Maruja Mallo alcanzó enorme trascendencia en la obra de ambos, especialmente en la producción amorosa de Hernández, en los sonetos de la serie Imagen de tu huella y El rayo que no cesa. Pero es la relación con el escultor Alberto Sánchez (de la que Hernández extrae la formalización teórica y estética de la misión del artista) la que más le influyó en aquel momento. Y la prueba es que resulta fácil identificar en la obra y en los textos de Alberto esa iconografía de la que se nutrirá Miguel para su poesía posterior, el ciclo de sonetos concebido durante 1935 y, también, en buena parte de su obra lírica y dramática (no olvidemos su pieza teatral Los hijos de la piedra) de carácter social y político. 

Quien no podía permanecer ajeno a los nuevos rumbos que parecía tomar la vida del poeta era, sin duda, Ramón Sijé, que no tardó en captar la fraterna (¿perniciosa?) relación que Miguel había entablado con Neruda, el aire excesivamente liberal de las amistades que le rodeaban y el elocuente entusiasmo del joven por esos pintores del grupo vallecano. A Hernández, sin embargo, las palabras del amigo le sabían ya a sermón. Estaba a la vuelta de su obsesión católica y no le faltaban razones para seguir fomentando ese alejamiento. A ello contribuyó Neruda y la Escuela de Vallecas como elemento catalizador en ese tránsito de la poesía pura a la comprometida y revolucionaria, pero también el descubrimiento de esa vía neorromántica que le proporcionaría la obra y la amistad de Vicente Aleixandre.

Conviene tener presente que el proceso de transformación ideológica que estaba sufriendo Miguel conllevaba un replanteamiento de su relación con Josefina Manresa, su novia oficial desde septiembre de 1934. La muchacha se hallaba muy lejos de su mundo, tanto como Sijé, y así se lo confesó a la joven en carta del 20 de julio de 1935: «Mi amigo Pepito está disgustado conmigo porque le dije hace tiempo que está demasiado metido en la iglesia siempre9». Pero con quien más se sincera Hernández en esas fechas es con Juan Guerrero Ruiz, a quien escribe también en junio de ese año. La misiva nos ayuda a conocer el gran giro ideológico del poeta y a comprobar, por su propio testimonio y por la fecha del documento, hasta dónde había llegado ya su distanciamiento de la antigua militancia católica al lado de José Marín. Su poesía se perfilaba como un producto nuevo, libre de adherencias religiosas, y así lo expresaba Hernández: 

Ha pasado algún tiempo desde la publicación de esta obra [su auto sacramental], y ni pienso ni siento muchas cosas de las que digo allí, ni tengo nada que ver con la política católica y dañina de Cruz y Raya, ni mucho menos con la exacerbada y triste revista de nuestro amigo Sijé. […]. Estoy harto y arrepentido de haber hecho cosas al servicio de Dios y de la tontería católica. Me dedico única y exclusivamente a la canción y a la vida de tierra y sangre adentro: estaba mintiendo a mi voz y a mi naturaleza terrena hasta más no poder, estaba traicionándome y suicidándome tristemente. Sé de una vez que a la canción no se le puede poner trabas de ninguna clase…10

Por estas fechas, el poeta oriolano combinaba los sonetos de El rayo que no cesa con el versolibrismo de esa nueva poesía. Estaba soltando toda la energía creadora en la «Oda entre arena y piedra a Vicente Aleixandre», «Vecino de la muerte», «Sonreídme» y «Mi sangre es un camino», cuatro poemas que marcaban claramente ese cambio, su enérgico abandono del catolicismo y su adscripción estética al ritual caudaloso y neorromántico de Aleixandre y Neruda. Todo indicaba, a esas alturas de 1935, que había otro hombre en Miguel. Estaba tomando conciencia de lo que era y de dónde venía; asumía por fin esa condición que antes parecía despreciar; y es desde ese convencimiento, desde esa toma de partido por los seres de su clase, cuando emprenderá una batalla literaria mucho más coherente con su corazón y con el pensamiento que tenía adormecido. Se abría entonces un fecundo periodo que iría de septiembre de 1935 a julio de 1936 y que significaba el tránsito de la poesía individual a la poética solidaria y comunicativa, combativa y revolucionaria que habría de desarrollar en el periodo de la Guerra Civil.

Como cabía esperar, la ruptura con Ramón Sijé se produjo a finales de noviembre de 1935, un mes antes de que el «compañero del alma» falleciera en Orihuela. A él dedicaría Hernández una de las más bellas elegía de la lírica española que ocupó lugar destacado en El rayo que no cesa, obra con la que Miguel adquirió un notable reconocimiento tras su publicación en enero de 1936. Precisamente fue ese mes cuando el poeta sufrió un grave percance con la fuerza pública al ser detenido en San Fernando del Jarama por circular sin documentación. La repercusión personal de aquel suceso llevó al poeta a afiliarse al Partido Comunista. También reanudó su noviazgo con Josefina por esas fechas. El amor, sin embargo, que había adquirido un valor supremo en 1934 y 1935, se veía ahora desplazado por el interés social y solidario, por el compromiso político y la fraternidad revolucionaria. Hernández había dado por cumplida y superada esa etapa de su vida tras la publicación de El rayo que no cesa, de modo que el salto cualitativo podía resumirse esquemáticamente en esa evolución del «» al «vosotros», en el cambio de registro de esa voz amorosa, erótica e íntima en favor del canto colectivo donde el poeta ya no era un romántico replegado a sus pasiones sino un mensajero que esparce su palabra, que se propaga como viento del pueblo. 

En 1936, conscientes del momento que atravesaba la República, la mayoría de escritores había asumido su responsabilidad y tomando posiciones. Federico García Lorca lo hizo explícito en un discurso que fue publicado el 15 de febrero en el diario comunista Mundo Obrero: «No individualmente, sino como representación nutrida de la clase intelectual, confirmamos nuestra adhesión al Frente Popular, porque buscamos que la libertad sea respetada, el nivel de vida ciudadano elevado y la cultura extendida a las más extensas capas del pueblo”. 

En ese contexto, Miguel comenzó a escribir su pieza dramática El labrador de más aire, obra en la que mezclaba su situación amorosa, su exaltación del mundo campesino y su marcada fobia a la vida de ciudad en un texto con claras pretensiones sociales. Se trata del drama más sólido de su producción, el más logrado, y al que es preciso situar en el tránsito entre su etapa amorosa y los fluidos cantos de Viento del pueblo

El estallido de la Guerra Civil llegó acompañado de un suceso que habría de sacudir poderosamente el ánimo de Hernández: el asesinato, el 13 de agosto de 1936, del padre de Josefina por un grupo incontrolado de milicianos. Las circunstancias conducían al poeta hacia un estado de amargura y confusión de muy difícil salida. Su sufrimiento ante aquel desenlace que dejaba desamparada a la familia de Josefina (una madre enferma y cinco hermanos sin apenas recursos para subsistir) se enfrentaba a la necesidad de tomar parte en aquella guerra fratricida al lado de los suyos, de la izquierda leal a la República que, innoble y paradójicamente, había descargado sus fusiles contra el padre de su compañera.

El 23 de septiembre, con una coherencia que sorprende y que expresa la integridad de su profunda convicción ideológica, Miguel se enrolaba en el Quinto Regimiento. No quiso recurrir a compañeros directos (Alberti, Prados o Bergamín), para unirse a la Alianza de Intelectuales Antifascistas y tomar parte en la contienda desde una posición más ajustada a su condición de escritor. No hizo valer en ningún momento este justificado atenuante que le hubiera facilitado un destino de retaguardia o un despacho en el palacio de Heredia-Spínola, edificio incautado por las autoridades republicanas para la citada Alianza y que se había convertido, desde los primeros días de conflicto bélico, en refugio y lugar de operaciones de la intelectualidad antifascista. 

Miguel Hernández, el poeta soldado que superponía lo colectivo a lo individual, que creía más que nunca en la necesidad de luchar por el pueblo y para el pueblo desde esa primera línea de combate, reflejó su visión de la guerra, más allá de sus poemas, en textos y testimonios de enorme valor. La tarea propagandística del poeta cuajó en escritos que vieron la luz en periódicos y revistas de carácter combativo, en un teatro de circunstancias amparado en la urgencia del momento y en una poesía que había de convertirse en paradigma de toda su obra lírica y en consigna de cualquier lucha política muchos años después. Bien desde un anónimo puesto de zapador, bien desde las filas de una brigada de choque, hay que tener muy en cuenta la dimensión humana de quien representó en los años de la contienda civil el indiscutible papel de escritor del pueblo, pero hay una razón mayor que convierte a Miguel Hernández en un precursor, no ya de la poesía social, sino de una lírica de mucha más trascendencia que hace de él un poeta moral, ético, que sobrepasa los acontecimientos y supera el trance de la urgencia y la consigna. Y este dato viene a confirmar la capacidad de Miguel para alcanzar a sus poetas más admirados y rebasarlos incluso cuando las circunstancias obligaron a practicar una literatura comprometida y solidaria, hecho que confirman las palabras de Ricardo Senabre cuando define la trayectoria del poeta de Orihuela como «la carrera de un velocista que, habiendo salido con retraso, va adelantando a sus competidores hasta colocarse en cabeza11».

Desde esta perspectiva hay que entender ese primer libro escrito en plena guerra, Viento del pueblo, concebido entre agosto de 1936 y la primavera de 1937. Como ha señalado Ángel L. Prieto de Paula, «El libro se inscribe dentro de una poesía de índole coral y optimismo voluntarista, concebida como aliento épico para los combatientes12». A lo que cabe añadir que Hernández se enfrentaba en este conjunto de poemas a una poesía más desnuda de retóricas, a un verso capaz de equilibrar lo íntimo y lo colectivo, lo personal y lo solidario. En la misma dedicatoria a Vicente Aleixandre que encabeza el libro Viento del pueblo, el poeta ya hacía importantes confesiones: 

Nosotros venimos brotando del manantial de las guitarras acogidas por el pueblo, y cada poeta que muere deja en manos de otro, como una herencia, un instrumento que viene rodando desde la eternidad de la nada a nuestro corazón esparcido […]. Pablo Neruda y tú me habéis dado imborrables pruebas de poesía, y el pueblo, hacia el que tiendo todas mis raíces, alimenta y ensancha mis ansias y mis cuerdas con el soplo cálido de sus movimientos nobles. Los poetas somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplados a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas […]. El pueblo espera a los poetas con la oreja y el alma tendidas al pie de cada siglo.

El nacimiento de su primer hijo y el desgaste moral y físico que suponían dos años de contienda civil iban a conducir a Hernández hacia un nuevo intimismo donde la arenga y el grito cedían paso a la desalentadora visión de una guerra probablemente perdida, sembrada de heridos y de muertos, y en la que prevalecía, como terrible verdad, el odio de los hombres. De ese balance irán saliendo los poemas de su siguiente libro, El hombre acecha.

Tanto en Viento del pueblo como El hombre acecha, Miguel supo concentrar toda su sabiduría en fórmulas asequibles a cualquier lector medio sin rebajar un ápice la calidad literaria de su obra. Ése es su gran acierto y lo que le convierte, por derecho propio, en el poeta que ha llegado a ser, lo que le otorga el merecido puesto que ostenta en la poesía española del siglo XX. No cabe duda de que es en composiciones como «El niño yuntero», «Canción del esposo soldado», «El sudor», «Las manos», «Carta» o «El tren de los heridos» donde alcanza sus momentos más espléndidos, pero, en conjunto, Hernández consigue encontrar el tono justo de una poesía popular sin renunciar a la tradición y a las grandes aportaciones de la vanguardia. Asumir todos los logros poéticos que había alcanzado y volcarlos en un lenguaje de apariencia sencilla, vigoroso y llano, fue una de las principales aportaciones de Miguel a la lírica española. De hecho, fueron muchos los que intentaron emular esa hazaña desde una postura de compromiso, pero lo que en la mayoría de poetas del momento era empeño y artificialidad, en el poeta de Orihuela era impulso natural, aliento imaginativo y transparente que le fluía al ritmo de la sangre. «A Miguel Hernández le correspondía –como ha señalado Francisco Umbral–, por casta, liberar a la poesía española de un entendimiento burgués, esteticista, del lenguaje […]. A Miguel Hernández le correspondía aplicar a nuestro idioma un nuevo entendimiento, una nueva valoración, ya no estética, ya no metafísica, sino de realidad inmediata, de comunicación con la vida…13» 

La muerte del hijo a los diez meses de nacer fue, sin duda, un golpe brutal para el poeta. El sentimiento de amargura por la trágica desaparición de Manolillo, que brotará con obsesiva frecuencia en el resto de su obra –«Ropas con su olor», «El cementerio está cerca», «Muerto mío, muerto mío», «Era un hoyo no muy hondo», «A mi hijo»…–, se vería levemente aliviado a principios de 1939 ante el nacimiento inminente de un nuevo hijo. 

El final del poeta es sobradamente conocido. Con la conclusión de la contienda llegó su detención y el viacrucis de diez prisiones. Durante su estancia en la cárcel madrileña de Torrijos, su producción, sin ser abundante, fue de las más prolijas de todo su periplo penitenciario. De allí surgieron composiciones como «Ascensión de la escoba», «Nanas de la cebolla», «Hijo de la luz y de la sombra», «Antes del odio», «La boca» o «Sepultura de la imaginación». Frente a opiniones como la de Luis Cernuda, que veía en la obra de Hernández serias carencias de fondo y una retórica excesiva, Buero Vallejo, compañero de prisión de Hernández, dejó muy claro su juicio al afirmar, tiempo después de aquella experiencia carcelaria, la indiferencia que le producían opiniones de este tipo ya que, para él, desde su conocimiento de lector profundo, Miguel Hernández era y es «un poeta necesario, eso que muy pocos poetas, incluso grandes poetas, logran ser. La más honda intuición de la vida, del amor y de la muerte brota de su fuente como de otras fuentes sin las que no podíamos pasar y que se llaman Manrique, san Juan de la Cruz, Fray Luis, o Machado14».

Los últimos meses en que el poeta gozó de ánimo para escribir los poemas finales de su última obra, Cancionero y romancero de ausencias, muestran a un Hernández que, pese a la miseria y la enfermedad, aún apela a la esperanza, a la confianza en el hombre. «Eterna sombra», «Vuelo», «El hombre no reposa…» o «Sigo en la sombra, lleno de luz: ¿existe el día?» son composiciones que nos pueden dar una idea de por dónde transcurrían las inquietudes de Miguel en aquellas fechas.

Su muerte en el Reformatorio de Adultos de Alicante el 28 de marzo de 1942 no acabó, como bien sabemos, con su voz. La trascendencia lograda por un poeta de pueblo que alcanzó la categoría de poeta del pueblo ha quedado más que probada a lo largo de los años. Miguel Hernández es ya un autor necesario y su obra se reafirma, día a día, gracias a su vigencia, a la profundidad de su palabra.

 

(Texto de José Luis Ferris)

1 Hernández, Miguel, Obra completa, vol. II, Teatro, Prosas, Correspondencia, Madrid, Espasa-Calpe, 1993, p. 2191. El texto lo firma con el seudónimo de Antonio López, acaso para suavizar el pudor que debía despertar en él una revelación autobiográfica tan enérgica y tan clara. 

2 Miguel Hernández. Vida y poesía y otros estudios hernandianos, Alicante, Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 1987, p.22.

3 Zardoya, Concha, «El mundo poético de Miguel Hernández», Ínsula (Madrid), nº168 (noviembre 1960), p.1. 

4 Zambrano, María, «Nostalgia de la tierra», Los Cuatro Vientos (dirigida por Pedro Salinas) (Madrid), nº2 (abril  1933), p. 33. 

5 Carta fechada en octubre de 1934. Ver Miguel Hernández, op. cit., vol. II, Teatro, Prosas, Correspondencia, p. 2316.

6 Carta fechada en diciembre de 1934. Ver Miguel Hernández, op. cit., vol. II, Teatro, Prosas, Correspondencia, p. 2326.

7 Carta fechada en diciembre de 1934. Ver Miguel Hernández, op. cit., vol. II, Teatro, Prosas, Correspondencia, p. 2327.

8 Carta fechada en enero de 1935. Ver Miguel Hernández, op. cit., vol. II, Teatro, Prosas, Correspondencia, pp. 2331-2332.

9 Carta fechada el 20 de julio de 1935. Ver Miguel Hernández, op. cit., vol. II, Teatro, Prosas, Correspondencia, pp. 2351-2352.

10 Carta fechada en junio de 1935. Ver Miguel Hernández, op. cit., vol. II, Teatro, Prosas, Correspondencia, pp. 2344-2346.

11 Senabre, Ricardo, «Del tú al vosotros», ABC Cultural (28-III-1992).

12 Ángel L. Prieto de Paula, «Miguel Hernández: una recapitulación», en Miguel Hernández, cien años, revista Canelobre (Alicante), nº56 (invierno 2009-2010), p.15.

13 Umbral, Francisco, «Miguel Hernández, agricultura viva», en Miguel Hernández, edición de María de Gracia Ifach, Madrid, Taurus, 1975, p.93. 

14 Palabras de Buero Vallejo recogidas por el periodista José María Moreiro en su reportaje «Miguel Hernández testimonialmente», ABC (Madrid) (26-III-1978), p.110.